Hay libros jurídicos cuyo título plantea un reclamo sugerente que invita a asomarse al interior con voracidad, como el clásico “La lucha por el derecho” (Ihering, 1872), el ensayo “¿Qué es la justicia?” (Hans Kelsen, 1962), el delicioso “Cómo se hace un proceso” (Carnelutti, 1964) o “Los derechos en serio” (Ronald Dworkin, 1977).
En esta línea de retos atractivos para el jurista inquieto, se encuentra la reciente obra del Catedrático de Derecho Administrativo, Ricardo Rivero Ortega, titulado nada menos que “¿Para qué sirve el Derecho?” (Ibáñez, 2019), y que parece evocar el sendero marcado por el sólido ensayo “El sentido del Derecho” (Manuel Atienza, 2012), aunque pronto aquélla obra nos ofrece un planteamiento y perspectiva originalísimas.
Mi personal y primera impresión ante el título de la obra fue intentar responder a la provocadora pregunta sobre la utilidad del Derecho. La primera dificultad era determinar que se consideraba Derecho (¿lo que dicen los boletines oficiales, lo que dicen los libros académicos, las leyes que realmente se cumplen o las normas que -sean de fuente moral o legal- deberían cumplirse?); la segunda dificultad se me planteó al percatarme de que recibiría distinta respuesta según la finalidad que guía a cada sujeto.
¿Para qué sirve el derecho?. Contestará el juez: “Para hacer justicia en conflictos de intereses”.
¿Para qué sirve el derecho? Contestará el abogado: “Para defender los intereses de mi cliente”.
¿Para qué sirve el derecho?. Contestará el fiscal: “Para defender el interés general”.
¿Para qué sirve el derecho?. Contestará el profesor según su perspectiva académica: “Para ordenar la vida social” (positivista), “Para plasmar valores” (iusnaturalista).
¿Para qué sirve el derecho?. Contestará el común de los ciudadanos: “Para poner orden”. Y el particular de los ciudadanos contestaría simplonamente: “Para hacerme feliz si gano y triste si pierdo”.
Pero mas allá de este cuadro impresionista y frívolo que me dicta la precipitación, el profesor Rivero se adentra en este ensayo a buscar respuestas de forma magistral, muy alejado de los planteamientos típicos propios de los expertos en el derecho publico, habitualmente caracterizados por visiones formales, positivistas y dogmáticas, pues el joven profesor se pertrecha para este viaje con una mochila cargada de psicología, neurociencia, filosofía, economía y antropología.
Veamos.
En este breve ensayo (apenas 115 páginas) se dicen muchas e interesantes cosas. Una tormenta de ideas y de erudición vertebrada en torno a encontrar respuestas. Además el autor sigue la técnica socrática y se plantea preguntas que nos ayudan a seguir su discurso por cuatro discretos legados del Derecho al ser humano desarrollados en otros tantos capítulos: La libertad individual; el procedimiento y garantías del acierto de la decisiones; la colaboración y los contratos; el control del poder y el respeto al sentir disidente.
A riesgo de cometer el delito de resumir las obras redondas, expondré sucintamente lo que me ha enseñado este libro.
¿Para qué sirve el Derecho?. Pues para conseguir mejores personas y mejor convivencia social. El autor reconoce el valioso e imprescindible papel de los pilares clásicos (moral, educación y cultura) pero va mas allá al postular que si el Derecho es un producto social, también la sociedad es un producto del Derecho. En otras palabras, el Derecho es un factor que incide en la evolución de personas y especies, moldeándolo, de manera que el buen derecho conseguirá mejores ciudadanos.
De las páginas del ensayo se derivan dos planos funcionales del Derecho.
El plano del Derecho que persigue diseñar un contexto idóneo para el desarrollo personal y que pasaría por una doble misión irrenunciable:
a) Establecer un marco de libertad y de responsabilidad en el uso de esa libertad, como puertas hacia la empatía y convivencia;
b) Controlar el abuso de poder, propiciando mayor tolerancia y pluralismo.
Este papel del Derecho tendrá reflejo en cómo somos en vida y sociedad, como especie que se relaciona: “No afirmo con ello que la biología no influya en nuestro devenir -sería temerario hacerlo-; sólo creo que tal evolución puede ser directamente influida por el actuar humano, la organización de sus comunidades, las costumbres, después las reglas, las leyes y los controles van perfilando nuestra capacidad cognitiva” (pág. 37).
El plano del Derecho que se manifiesta en acciones positivas singulares que regulan tres institutos esenciales (procedimientos, datos y contratos):
A) Estableciendo procedimientos administrativos y diseñando el mismísimo proceso judicial para canalizar conflictos, mediante garantías, técnicas, formas y plazos que persiguen evitar errores. No se olvida del factor humano y psicológico en quienes detentan el poder de crear derecho: “El error y el sesgo cognitivo no son ajenos a los gobernantes, legisladores y jueces” (pág. 69).
B) Regulando el fenómeno de la eclosión de las tecnologías de la información con la inundación de datos que nos asola. Rivero nos recuerda que la sobrecarga de datos jurídicos se incrementa pese a que somos una generación cuya capacidad de retención o memoria –sean teléfonos o nombres– va en retroceso fruto de la comodidad de las tecnologías. Además nos advierte con cierta socarronería que “quien sabe demasiado también corre el riesgo de realizar interpretaciones en exceso complejas de la realidad” (pág. 74).
C) La tutela jurídica de la autonomía de la voluntad y el diseño de los contratos, como vehículos para canalizar la comunicación, la confianza y la cooperación entre ciudadanos.
Esta misión del Derecho cuenta con sus fogoneros, los juristas que son calificados por Rivero como “artesanos sociales. Para ello necesitamos comprender la antropología, la biología, la psicología, la historia, la filosofía, la economía. Y sus maridajes” (pág. 97).
El resultado de esta acciones del Derecho, sobre el contexto y el texto, sería la dotación al ciudadano del siglo XXI de un arsenal cognitivo utilísimo. Y es que el Derecho, el ordenamiento jurídico, no son inocentes. Su legitimidad, su nivel técnico, su anclaje en valores, importan mucho pues nos tallan profundamente como personas.
En suma, una obra que nos obliga a asomarnos mas allá de la fría norma, de la técnica jurídica y que nos reta a mirarnos al espejo como producto que somos, no solo de una genética ni fenómenos biológicos, sino del ordenamiento jurídico en que nos vemos inmersos en cada momento. Creo que Rivero desde la serena reflexión, y la Declaración de independencia de Estados Unidos de 1776 desde su pionera intuición, curiosamente coinciden en apostar por el derecho del ciudadano a exigir y la misión del Derecho de proporcionarle, “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Hermosa visión del Derecho de quien es Rector de la Universidad de Salamanca.