Lo de la corrupción nunca deja de sorprenderme. Desde que se aprobó la Constitución, hace más de 45 años, se impusieron principios y reglas encaminadas a garantizar la honradez de los gobernantes y empleados públicos, y así evitar el parasitismo de canallas.
He conocido cientos de leyes y reglamentos destinados específicamente a luchar contra la corrupción y además, los fondos europeos recibidos tras la pandemia trajeron mayores controles de planes anticorrupción. Como complemento de la Ley 19/2013 de transparencia (con más ruido que nueces), se aprobó la Ley 2/2023, de protección del denunciante para que el silencio y el temor no frenen la denuncia a los corruptos (con ruido pero sin nueces).
Y sin embargo, cada año trae un escándalo mayúsculo de corrupción pública rodeado de ruido y furia de escándalos de menor fuste pero igualmente hirientes para los hombres de bien y sangrantes de las arcas públicas.
Varias verdades brotan.
- La corrupción como el fuego, busca salida y cuando la encuentra crece.
- La corrupción es un problema de educación, civismo y moralidad. Y eso no lo da ser elegido por votos, tomar posesión, ni gritarlo. Lo da serlo y poder mirarse al espejo con dignidad.
- La corrupción no entiende de partidos políticos, sino de personas psico-corruptas. Allí donde estén se creen más listos que nadie, con derecho a burlarse de todos y apropiarse de lo todos impunemente. Además es contagiosa.
- La corrupción no es patrimonio de los listos, pues como decía Roosevelt, «el corrupto poco formado roba un vagón al descuido, mientras que el corrupto ilustrado roba todo el ferrocarril», a lo que añado, si los maquinistas y revisores políticos no se ocupan de vigilar seriamente, ni los pasajeros se se enteran.
- La corrupción no se combate con más leyes sino pocas y eficaces. Ya afirmaba el historiador romano Tácito que «cuantas mas leyes se dictan, más corrupto es el Estado». Cuanto mayor es la regulación, las exigencias de autorizaciones o posibilidad de inspecciones, por ejemplo, mayor es el poder de autoridades y funcionarios para disponer sobre las mismas frente a quienes las soportan.No ayudan los incesantes decretos leyes, ni las crípticas disposiciones adicionales o transitorias, ni las sentencias del Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional que oscilan en su criterio. A río normativo revuelto, ganancia de pecadores…
- La transparencia es un gran antídoto. Saber lo que hay, para poder limpiarlo. Basta poner la luz en el sótano para que las ratas huyan, pero quedan las serpientes que ven en la oscuridad, y esas requieren medidas más drásticas. No basta con diagnosticar el mal, sino que hay que vacunarse o exterminar la alimaña.
Estas reflexiones vienen al caso, porque hoy tendré el honor de intervenir en el V Congreso Internacional de Control Público y Lucha Contra la Corrupción, en Salamanca (18-21 marzo 2024) sobre «Los agujeros del ordenamiento jurídico por los que se cuela la corrupción», acto al que concurren altos cargos de los tribunales de cuentas y órganos equivalentes de España, Portugal y Brasil, demostrando seria preocupación por el contexto actual y por el reto incesante de la rendición de cuentas y responsabilidad por sus deficiencias.
Pues bien, a mi juicio, y en trazo rápido, esos agujeros o debilidades de nuestro ordenamiento jurídico que propician nichos de corrrupción serían básicamente los siguientes:
- La crónica patrimonialización de lo público, como botín o ubre generosa, por parte de algunos que tienen genéticamente interiorizado el clientelismo o nepotismo, como círculo de intereses que propicia facilidades ante escenarios tentadores de saqueo. No ayuda el fenómeno de las «puertas giratorias», o tránsito del sector público al privado y viceversa, con el consiguiente tráfico de influencias.
- Las potestades discrecionales: formuladas con generosidad en las leyes (y no con precisión de extensión y límites), aplicadas con elasticidad por algunas autoridades públicas, controladas con deferencia o de forma pusilánime por la jurisdicción contencioso-administrativa.
- Los sistemas de acceso y provisión de cargos públicos frivolizando con los pilares de la seriedad (publicidad, igualdad, mérito y capacidad).
- Los centros de decisión autónomos generan “corrupción autónoma” y gozan de buena salud: sociedades de capital público, entes instrumentales que son instrumento para fines particulares, etcétera. Se confía en sus “propios” medios de control, designados por los “propios” controlados, y su queja suele quedar por escrito en el desierto.
Los guardianes del sistema (letrados, interventores, auditores, etcétera) que formulan advertencias, reparos o consideraciones de ilegalidad, pese a no ser plato de gusto ser “Pepito Grillo” con la autoridad (Alcalde, Presidente de Diputación, Presidente de ente público, consejero autonómico o cargo ministerial, por ejemplo). El problema radica en que si estos funcionarios de control inmediato, constatan que no existen consecuencias jurídicas para los infractores (bien porque la legislación no anuda respuestas enérgicas, o bien porque la respuesta del Tribunal de Cuentas es lenta y paternalista), se produce un doble efecto perverso que se alza en calvo de cultivo para la corrupción: a)La autoridad se siente impune (“nunca pasa nada y cuando pasa ya es tarde”); b) El funcionario vigilante se desencanta y siente la tentación de bajar la guardia; c) Se crea un clima general entre los políticos de impunidad, como los ratones que se comen el queso sabiendo que la ratonera nunca salta y que el gato solo maúlla.
- El problema no es detectar los conflictos de intereses, sino que se hace cuando se tropieza con un conflicto de intereses realmente peligroso, y si de ahí deriva ejemplaridad o escarmiento.
- La justicia administrativa suspende su movimiento cuando hay indicios de delito y se traslada el asunto a la jurisdicción penal (tiempo muerto para la jurisdicción contenciosa). En cambio, la jurisdicción penal se ve obligada a examinar directamente la legalidad de las infracciones administrativas (el cardiólogo examínando cuestiones de traumatología), y aplica el principio de intervención mínima (de manera, que si la dolencia no es grave, no se opera sino que el paciente – pese a estar aquejado de ilegalidad- recibe el alta). Por si fuera poco, la prevaricación (“dictar resolución injusta a sabiendas”) no conlleva pena de prisión, sino de inhabilitación para cargo público (o sea, castigado “sin chuches”…¿qué corrupto que lo lleve en la sangre no juega a la ruleta con lo mucho que puede obtener por lo poco que puede perder?).
- La justicia penal es lenta y la justicia administrativa es alambicada. Aprovechando las holguras de las dos, siempre hay desaprensivos. En la guía del corrupto indemne sometido a control jurisdiccional, figuran tres máximas: a) Procura siempre tener delante o detrás un cabeza de turco a quien culpar llegado el caso; b) No dejes huellas documentales, telefónicas ni videográficas, pues todo lo que digas será utilizado en contra tuya; c) Culpa al sistema, a las normas ambiguas, y arrópate en la inocencia o en la buena fe, pues la sombra de la duda te permitirá reconstruir la defensa.
De este modo, la escalada de confesión del corrupto, o defensa que ejercerá de su «buen» nombre, va evolucionando conforme aparecen pruebas en su contra, desde el primer momento hasta el final, del siguiente tenor:
- “No lo hice”.
- «Si lo hice, no sabía que era ilegal”.
- «Sí lo hice, y sabía que era ilegal, pero fue por el interés general y no me llevé nada”.
- «Sí lo hice, y sabía que era ilegal, y lo hice para lucrarme, pero ha pasado tanto tiempo que ha prescrito”.
- «Si lo hice, y sabía que era ilegal, y lo hice para lucrarme, y no ha prescrito, pero no puedo ir a prisión por motivos humanitarios”.
O sea, todos de acuerdo con el mensaje; “Tolerancia cero contra la corrupción”, pero ¿estamos todos realmente dispuestos a aceptar medidas que lo corrijan seriamente, o se prefiere dejar que sigan volando bajo radar esos “drones” o mas bien “ladrones” de la cosa pública?.